La mayoría de los filósofos latinoamericanos están estancados en el nacionalismo, y obsesionados con los temas de identidad cultural, dejan de lado las verdaderas preocupaciones universales de la filosofía. Una excepción es el genial Mario Bunge. Allí donde la mayor parte de los filósofos latinoamericanos se ha contaminado del relativismo moral y epistemológico, y se ha impregnado de la jerga postmodernista, Bunge es uno de los pocos valientes que aún defiende una diferencia objetiva entre lo bueno y lo malo, lo verdadero y lo falso, y no queda impresionado con verborreas como “la nada nadea”.
Una de las contribuciones más destacadas de la obra de Bunge es su criterio de demarcación entre la ciencia y la pseudociencia. Bunge no es exactamente seguidor de Popper, pero al menos comparte con éste, y en detrimento de relativistas como Kuhn y Feyerabend, la convicción de que sí existe una diferencia objetiva entre disciplinas científicas y pseudocientíficas, y que las primeras son superiores a las segundas.
Así, lo mismo que Popper, Bunge ha formulado criterios que nos permiten saber que disciplinas como la astrología, la frenología o el feng shui no tienen asidero científico y no son dignas de credibilidad. Salvo entre los postmodernistas que odian la ciencia, nada de esto resulta controversial. Sí es un poco más controversial, no obstante, el desdén de Bunge por la economía clásica o el marxismo, a los cuales considera igualmente pseudociencias.
Bunge se ha ganado el odio de muchos de sus compatriotas argentinos, por su denuncia del psicoanálisis como disciplina pseudocientífica. Yo más bien lo admiro por esto. Las denuncias de Bunge respecto al psicoanálisis, tienen bastante asidero. Los psicoanalistas hacen énfasis en la sexualidad infantil, pero Bunge recuerda que el impulso sexual está dirigido desde el hipotálamo, y en los niños, esta región del cerebro no está aún desarrollada. El psicoanálisis suele asumir que la mente está desconectada del cerebro (y por eso, no hace falta administrar fármacos, pues la mera palabra cura), pero Bunge recuerda que existe una relación estrecha (si acaso no de identidad) entre los eventos mentales y los eventos cerebrales.
Con todo, me parece que Bunge ha sido excesivo en su desdén de disciplinas que no se ajustan estrictamente a sus criterios de demarcación. Pienso en especial en su oposición a la psicología evolucionista. No es mucho lo que Bunge ha escrito sobre esta disciplina, pero en algunos comentarios dispersos en breves artículos y entrevistas, Bunge considera que la psicología evolucionista tiene el mismo calibre que el psicoanálisis. Por ejemplo, con su brutal sarcasmo, propone irónicamente crear una facultad de pseudociencias en la cual se “busque el gen de la afición al fútbol”, o se trate de “explicar la última de las 10.000 religiones registradas en los EE.UU., como una adaptación al medio ambiente en el Paleolítico”.
Esto, por supuesto, es una falacia del hombre de paja (a saber, distorsionar las posturas de los oponentes), pues la psicología evolucionista nunca ha pretendido investigar semejantes sandeces. La pretensión de la psicología evolucionista, no obstante, es sencillamente extender el razonamiento evolucionista a los rasgos mentales de la especie humana. Así como la teoría de la evolución nos permite explicar por qué somos bípedos (presumiblemente porque los bosques africanos se fueron secando y se convirtieron en sabana), también puede explicar por qué nos gustan las mujeres con senos grandes.
Obviamente, tenemos poca observación directa para verificar estos alegatos. Pero, el mismo Bunge ha señalado su oposición al positivismo intransigente, y ha admitido que podemos inferir conclusiones a partir de premisas firmes. Y, la psicología evolucionista reposa sobre premisas firmes (las mismas premisas sobre las cuales Darwin sostuvo su teoría). Pues bien, a partir de razonamientos lógicamente válidos, la psicología evolucionista llega a conclusiones bastante razonables. No descubriremos un gen para la afición al fútbol, pero quizás sí en un futuro, por ejemplo, descubriremos algún gen para la tendencia hacia la homosexualidad. Los estudios de gemelos ciertamente apuntan hacia esa dirección.
Bunge a veces también critica a Richard Dawkins (uno de los forjadores de la sociobiología y la psicología evolucionista) porque, en sus propias palabras, es más un divulgador que un científico propiamente. No deja de ser cierto que Dawkins es un gran divulgador, pero ¿acaso eso es malo? Además, si bien Dawkins ha pasado los últimos años más haciendo filmes que estudiando fenómenos, su ya clásico El gen egoísta está ampliamente documentado.
Pero, más allá de todo esto, es irónico que el mismo Bunge, en su ataque al psicoanálisis, acuda a una tesis propia de la psicología evolucionista. En su crítica al complejo de Edipo inventado por Freud, Bunge señala que la aversión al incesto no procede de un tabú impuesto por la cultura para reprimir los impulsos incestuosos, sino que, más bien, seguramente tenemos una aversión natural a aparearnos con nuestros parientes más cercanos.
El origen del tabú del incesto efectivamente ha sido intrigante entre los estudiosos. En el siglo XIX, E.B. Tylor opinaba que, si bien tenemos una inclinación natural al incesto, la cultura lo reprime, a fin de obligar a los seres humanos a buscar parejas sexuales en otros grupos, y así establecer alianzas con otros colectivos. Claude Levi Strauss formuló una teoría similar.
Bronislaw Malinowski también compartía la opinión de que tenemos una inclinación natural al incesto, pero la cultura lo prohíbe para preservar la estructura de los roles familiares, y la estabilidad de la armonía en el núcleo familiar. Freud formuló una teoría similar.
Éstas son teorías funcionales culturales para explicar el tabú del incesto. Sólo a L.H. Morgan, en el siglo XIX, se le ocurrió explorar una teoría biológica. A juicio de Morgan, el hombre primitivo pronto comprendió que el incesto trae consigo el riesgo de malformaciones genéticas, y por eso lo prohibió. La teoría de Morgan ha sido criticada, en buena medida porque sobreestima las capacidades intelectuales de los hombres primitivos. Y, además, como el mismo Malinowski documentó, en algunos pueblos, no se conoce la relación entre el coito y el parto, pero con todo, se prohíbe el incesto.
No obstante, la teoría de que el tabú del incesto existe para prevenir malformaciones genéticas es plausible. Pero, en vez de asumir que el hombre primitivo hizo un descubrimiento, es más razonable postular que tenemos una aversión innata al incesto. En el Paleolítico, aquellos grupos humanos que tuvieran una aversión natural al incesto sobrevivieron en mayor proporción que aquellos que sí practicaban el incesto. Pues, el incesto trae malformaciones genéticas (procedentes de la acumulación de genes recesivos que sólo pueden sobrevivir bajo esta forma, pues de lo contrario ya habrían desaparecido), y así, aquellos grupos que lo practican, van desapareciendo.
El antropólogo Edward Westermarck formuló esta teoría. Según él, estamos condicionados a rechazar sexualmente a aquellos con quienes nos criamos desde niños. Y, curiosamente, Bunge cita frecuentemente a Westermarck, para refutar la pretensión psicoanalítica de que los niños desean (en vez de rechazan) sexualmente a sus parientes cercanos. De hecho, las teorías de Westermarck no tuvieron evidencia contundente a su favor en un inicio, pero recientemente, se ha verificado que, en los kibutz, las parejas conformadas por esposos no criados juntos desde la infancia son más duraderas y sexualmente activas que las parejas criadas desde la infancia. La misma tendencia se ha observado en estudios en Taiwán.
Lo irónico es que Bunge parece pasar por alto que las tesis de Westermarck son pioneras de la sociobiología, y que buena parte de la psicología evolucionista no hace más que extender el razonamiento de Westermarck para explicar otros rasgos mentales. Westermarck asumió que la aversión al incesto no es meramente un producto cultural, sino que tiene una base innata. Westermarck no habló propiamente en estos términos, pero es presumible que, si la aversión al incesto es innata, está codificada en algún filamento del ADN. En otras palabras, hay un gen para el tabú del incesto.
Así pues, Bunge debería preguntarse: si existe un gen para la aversión al incesto, ¿por qué no puede existir un gen para la creencia en Dios o el gusto por la actividad lúdica? Quizás sería ir demasiado lejos el pretender que haya, en palabras de Bunge, “un gen para la afición al fútbol”. Pero, los primatólogos nos informan que todas las especies primates incorporan alguna forma de juego. En virtud de nuestro parentesco genético con los primates, es razonable asumir que estos gustos por el juego tienen una base genética.
Me parece que Bunge debería ser más condescendiente con esta disciplina que promete mucho. Ciertamente, la psicología evolucionista tiene el riesgo de ser infalseable. Fenómenos tan dispares como las huelgas generales, las guerras atómicas, o incluso los sueños, podrían terminar explicándose como adaptaciones naturales dadas las condiciones de nuestros ancestros en el Paleolítico, y así, existe el peligro de que no sea concebible ningún contraejemplo para refutar estas tesis. Pero, a diferencia del psicoanálisis, la psicología evolucionista sí parte de premisas razonables, y sí cuenta con datos empíricos que la respaldan.
Además, en oposición a Popper, el mismo Bunge siempre ha defendido la idea de que el principal criterio de demarcación no es propiamente la capacidad de una teoría para ser falseada, sino su coherencia con otros datos firmemente establecidos. Así, por ejemplo, el psicoanálisis contradice el dato seguro de que la sexualidad infantil es prácticamente nula, pues el hipotálamo no está plenamente desarrollado. Pero, precisamente, la psicología evolucionista es coherente con datos muy firmes. Si aceptamos la teoría de la evolución, debemos llegar a la conclusión de que la selección natural no sólo ha moldeado los rasgos físicos de nuestra especie, sino también los rasgos mentales (en realidad, esta diferencia entre lo físico y lo mental no existe, en virtud de la identidad de la mente con el cerebro, pero es difícil prescindir de ella en el lenguaje ordinario). Por ello, bajo el mismo criterio de Bunge, me parece que el psicoanálisis obviamente es desechable, pero la psicología evolucionista no lo es. Ojalá el maestro Bunge considere esto.
Yessica Arrieche.